martes, 9 de enero de 2007

Mi fea preciosa

No la quiero porque sea fea, ni la quiero a pesar de que sea fea. La quiero y es fea. Eso es todo.

Aunque mentiría si dijera que su fealdad no me gusta.

Pensemos en la desgracia de ser feo. Los hay por todas partes: el camarero frentón y grasiento, de huesos flacuchos y tez cetrina, que nos sirve el café por las mañanas; la frutera bajita, culona, de dientes amontonados y enorme nariz ganchuda; aquella sobrina nuestra que heredó los rasgos de su abuelo en vez de los de su preciosa madre y ahora no sabe cómo maquillar su mandíbula cuadrada y sus ojos juntos. Son feos que no tienen remedio, que son desagradables, que, lo mires por donde lo mires, están mal hechos. Sin ánimo de ofender.


Rosa, mi Rosa, no era de ese tipo de feos. De joven, mucho antes de que yo la conociera, no era ninguna preciosidad, pero estaba sin duda en ese “montón” cómodo en el que clasificamos a la gente que no es difícil de mirar. Luego, simplemente, se fue dejando; estaba demasiado ocupada tratando de sacar adelante el diminuto cortijo familiar, porque no quería marcharse del pueblo como había hecho el resto de la gente de su edad. Nada de cremas hidratantes para Rosa, nada de mascarilla capilar, ni tintes, ni anticelulíticos. No se maquillaba nunca, se cortaba el pelo ella misma (bocaabajo y en línea recta, no es tan difícil, pregonaba encantada). Se depilaba de vez en cuando pasándose una cerilla por las axilas, hasta que su madre acudía horrorizada al oler a barbacoa y apagaba el invento de un manotazo.

Pensad en todas las mujeres que conozcáis. Aunque no lo admitan, la gran mayoría usan un cosmético u otro, van a la peluquería, se aplican religiosamente la antiarrugas en el contorno de ojos. Es difícil encontrar a una mujer que no haga nada de esto, absolutamente nada: una mujer que se halla dejado ser ella misma, ella bajo la lluvia, bajo el sol, bajo el paso inclemente del tiempo.

Mi Rosa había escogido averiguar cómo estaba destinada a ser, más allá de todos los engaños que pudiera utilizar para engañar a la gente o al paso de los años. Cuando llegué al pueblo y la conocí, me fascinó esa vibrante voluntad de no ser más que ella misma. Imaginen un objeto bonito que se deja a la intemperie: un juguete, un columpio, un mueble que ya no se utiliza. El tiempo se acumula sobre él en forma de óxido, de polvo y de moho, y ese objeto desprende una especie de belleza salvaje, la belleza que resulta de la forma en que el mundo metaboliza a sus criaturas. Así era Rosa.
Entonces nos enamoramos, porque más allá de su testaruda fealdad Rosa era una criatura inteligente, divertida y llena de fuerza. Nos casamos ante la mirada pasmada del pueblo, y ni siquiera la leve pátina de sombra de ojos que consiguió colocarle la maquilladora escondió a mi Rosa fósil, histórica y secreta como una ruina. Me fui con ella al cortijo y fuimos felicísimos, cuidando el huerto bajo un sol que se imprimía cada mañana en la piel curtida de mi Rosa.
Después de todo esto, no es de sorprender que no me gustara lo que hizo. En nuestro décimo aniversario de bodas, llamó a uno de esos programas que convierten en cisnes a los patitos feos, y desapareció un mes sin que yo lo supiera, alegando un congreso de apicultura en Murcia. Cuando me convocaron al plató yo ni siquiera sabía muy bien de qué iba todo aquello; fui de público creyendo que era mi sobrina Clara la que se había sometido a la transformación, y cuando de entre unas bambalinas brillantes y llenas de humo apareció mi mujer, apenas la reconocí.
Está guapa, la verdad; no hay que ser desagradecido. La presentadora enumeró todos los tratamientos a los que se había sometido: inyección de bótox, mascarilla de vitaminas, blanqueamiento dental, masajes reductores, dieta estricta, corte de pelo, mechas y algún otro que no recuerdo. Sí que está guapa mi nueva Rosa, con la cara lisa y exfoliada, los labios ligeramente inyectados de colágeno, el maquillaje religiosamente aplicado cada mañana siguiendo las instrucciones del estilista que la entrenó. Pero no es más que otra guapa más: otra mujer de mediana edad intentando olvidar que lo es. No la quiero menos: también en ese intento de ser hermosa está su ternura, sus ganas de que yo la mire y ponga esa cara asombrada que se supone que se nos pone a los tíos delante de las bellezas. Simplemente, me gustaba mi fea, mi fea original, de anticuario, de exposición. No necesitaba que la arreglasen porque no estaba estropeada: no era más que ella.
Ahora cada pequeño deterioro será una derrota en lugar de una marca en la empuñadura de su espada. Cuando se pase el efecto del bótox y caiga de nuevo la piel, ya no caerá porque tenía que hacerlo, sino porque ella no supo mantenerla arriba. Y es ella quien ha escogido echarse a la espalda esa carga; yo siempre la quise como era.
No le he dicho nada de esto; no hago más que repetirle que está preciosa, aunque me mire con una duda triste detrás de sus pestañas rizadas. Pero imagino que algún día se dará cuenta de lo que ha perdido y llamará de nuevo al programa, y me darán de nuevo la sorpresa restituyéndome, por fin, a mi preciosa fea perdida.

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